Ayer por la tarde fui a escuchar una conferencia al CaixaForum de Palma con Tania, mi amiga bielorrusa. El Gran Hotel siempre me produce la misma impresión de viaje al pasado modernista de la ciudad. Nos sentamos en tercera fila. Las luces se apagaron. Música y Mística. Quien hablaba con voz suave, inteligente, casi callada, no era otro que Ramón Andrés (Pamplona, 1955), una eminencia internacional en musicología, una de las mentes más preclaras en cuanto al análisis filosófico, histórico, antropológico y espiritual de la música.
Lentamente fue declinando analogías tan dispares como ciertas entre tradiciones tan alejadas en el tiempo y el espacio como la india, la persa, la centroafricana, la latinoamericana, la escandinava, la irlandesa, la eslava, la cristiana, la hebrea… Menciones de instrumentos antiguos (como la aparición de la primera flauta hace cuarenta mil años), compositores contemporáneos, ensayos penetrantes, misteriosas relaciones entre el canto y la oración, entre la melodía y el itinerario del alma hacia su Dios. Me sentía estremecido. Me considero cantante cristiano. Ramón Andrés recordaba a San Agustín, evocado por Martín Lutero: “Quien canta reza dos veces”. Ocurre muy pocas veces en la vida contemporánea que uno pueda escuchar a una persona tan preparada, tan brillante, tan sabia en el sentido más noble del término. Una persona que (¡por fin!) no hable de política u otros temas insustanciales sino de música y espiritualidad, con toda la libertad interior que ello requiere hoy en día.
A Tania le dolía mucho el estómago, pero me dijo que no me preocupase. Supongo que vio lo fascinado que estaba, y no quiso estropearme la conferencia. Delicadeza femenina. Se agradece mucho.
Y entonces ocurrió.
A la pregunta de una persona del público, Ramón Andrés contestó que uno de sus mayores pesares era que hoy en día la casi totalidad de la música que se escucha tiene un SONIDO PLANO. Ante la perplejidad general, explicó que el paso de las grabaciones analógicas a las grabaciones digitales (principios de los años noventa del siglo pasado) había suprimido por completo la profundidad del sonido. Puso un ejemplo: el ejemplo de un cuadro. Dijo que el lienzo es obviamente una superficie plana, pero que el pintor genial es capaz de reproducir toda la perspectiva de la realidad, las tres dimensiones, los diferentes planos, las luces y sombras que provoca la distancia entre los elementos del cuadro. Concluyó diciendo que la era digital había acabado con todo esto, dando como resultado un cuadro plano, tan plano como el lienzo. Igual que la música. Cerrando los ojos evocó los álbumes de vinilo que guardaba en su colección personal, y cómo era capaz de deslindar cada instrumento, colocarlo en el lienzo general, en el punto exacto del espacio musical, detrás, delante, a la izquierda o a la derecha. Y cómo este éxtasis auditivo había desaparecido con la llegada de la tecnología digital.
¡Cuántas veces habremos hablado Bengi y yo de esta desaparición de la profundidad en la música actual! ¡Cuántas conversaciones teñidas de nostalgia! ¡Cuántas vueltas y vueltas alrededor del mismo problema!
EL SONIDO PLANO.
Y ahora Ramón Andrés venía a dar como una confirmación académica, casi científica, a nuestras intuiciones. Es obvio que el eminente conferenciante navega en otras aguas que las nuestras, no creo que le interese demasiado la música rock, o acaso únicamente como fenómeno cultural contemporáneo, pero de todos modos sus palabras dieron exactamente en el clavo.
No obstante, yo soy un curioso incorregible, y no me suelo conformar con la derrota. No por lo menos si soy capaz de oponer la resistencia de la batalla personal contra la adversidad. Y tras comprobar que Tania estaba empezando a recobrar la salud y el interés por el tema, sobre todo durante el turno de preguntas y respuestas, llegó una posible esperanza, o puerta abierta a la profundidad del sonido, incluso en la era digital.
Fue cuando le pregunté a Ramón Andrés (Tania se puso colorada) si podía reflexionar en voz alta sobre el silencio como superación de la música, concretamente en la tradición de los monjes cartujos y trapenses, que incluso cantan la salmodia de la liturgia recto tono (sin melodía) para renunciar al placer de la música. Con objeto de alcanzar el amor de Dios.
Fue entonces cuando Ramón Andrés aportó un punto de genialidad al debate. Su respuesta permanecerá largo tiempo en mi mente. Afirmó que en esta región privilegiada de la espiritualidad contemplativa, música y silencio no se oponen, sino que conviven y se completan como dos caras del mismo amor. Para añadir justo después que los compositores más geniales y brillantes de la era actual habían introducido el silencio como uno de los elementos más esenciales de su obra musical. El silencio como parte inseparable de la música. Un silencio que ocupa el espacio más privilegiado de la partitura. Un nombre me interpeló por encima de todos los demás: el del estonio Arvo Pärt, por haber escuchado alucinado en mis años de monasterio una composición extraordinaria, Sarah Was Ninety Years Old, para tres voces, percusión y órgano, que me dejó tan impresionado que tardé mucho tiempo en recobrar el sentido de la realidad.
La perspectiva, la profundidad, los diferentes planos, las luces y sombras de un cuadro. Las tres dimensiones del lienzo. O incluso más allá.
Y de repente se conectaron neuronas olvidadas en el fondo de mi cerebro, en una suerte de epifanía secreta y personal.
EUREKA.
Me acordé de pronto de la fascinación rayana en la locura que ejercía sobre Bengi, Felip, Toni, Miquel, Carlos, Dani y yo, entre otros amigos del Liceo Francés de Barcelona, la música que sacaba por aquellos años el grupo británico The Cure, coronada en 1989 por el inconmensurable disco DISINTEGRATION, verdadera polifonía instrumental y vocal del rock más inteligente que yo haya escuchado jamás. Un monumento a la creatividad más arrolladora, susurrante, hipnótica y onírica.
EL SILENCIO.
Recordé los miles de horas con los auriculares puestos, en mi habitación de Aribau con Diagonal, analizando pormenorizadamente cada uno de los instrumentos que sonaban. Era la época en que la voz reverberaba.
La magia y el hechizo consistían en lo siguiente: la canción arrancaba con un par de instrumentos. Y de pronto en el segundo 57 aparecía un arreglo de guitarra –arpegio, riff o punteado- que se superponía al resto ejecutando su melodía particular durante, pongamos, un minuto once segundos, y luego se callaba. Este hecho -aparición-desaparición: es decir música-silencio- creaba un efecto de profundidad que no he vuelto a experimentar nunca más. Ya sé que no estoy inventando nada. Que este fenómeno es viejo como el mundo. Pero puedo prometer que EL SILENCIO OCURRE MUY POCAS VECES. Por favor prestad atención. Lo que sucede en general es que la canción arranca con pocos instrumentos, a los que poco a poco se añaden arreglos, pero estos arreglos se superponen a la música general, se acumulan y, sobre todo, permanecen hasta el final, dependiendo por supuesto de la estructura del tema. El resultado casi invariable es una saturación del espacio que convierte la música actual en un maremoto desordenado de ruidos sucios y más estridentes los unos que los otros. De ahí la sensación de vacío que produce. Pues la saturación produce ansiedad, tormento y, al final de la senda, vacío. Mientras que la paz, la desnudez instrumental, el silencio y el minimalismo producen atención, escucha, meditación y plenitud. Atmósfera.
La genialidad de Robert Smith le permitía introducir el silencio, lo que daba esa hondura que atrapó mi corazón durante toda mi adolescencia. Pero quiero ser todavía más preciso, porque escuché aquellas canciones miles de veces, llorando o trasnochando, despierto o soñando, triste o incluso hundido, eufórico o pensativo, solo o acompañado. A veces, muy a menudo, el arreglo (de piano, teclado, guitarra, Fender VI, ¡¡bajo!! o batería) aparecía por ejemplo en el minuto 2:07, sonaba hasta el minuto 2:59, LUEGO SILENCIO, O SEA NADA, hasta que volvía a aparecer en el 4:21 hasta el 5:13. Si ese arreglo en concreto me encantaba, me flipaba, me estremecía y me transportaba a una suave dimensión protectora, lejos de mis tremendos sufrimientos de joven inseguro y atormentado, lo esperaba como si fuese el abrazo de mi madre o la mirada de mi amada.
Y en aquella espera, en aquel intervalo de ausencia, en el ansia infinita de recuperar aquella melodía de guitarra que me había traspasado el alma hasta las lágrimas, en aquel silencio desvalido de soledad abandonada, cabía toda mi esperanza, toda mi ilusión, todos mis sueños y todo el amor que mi joven corazón de adolescente desesperado era capaz de contener.
A veces me sentía tan solo en Barcelona...
Jaime Homar
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